Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro López de Andrada. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro López de Andrada. Mostrar todas las entradas

José Antonio Santano y la obra de LÓPEZ ANDRADA.


 

Entre zarzas y asfalto




No es fácil hallar en el panorama de las letras españolas voces que se distingan y distingan la literatura actual, voces capaces de alzar el vuelo por los vericuetos de la creación y con especial énfasis en el lenguaje hacer que el lector sienta un cierto temblor, un escalofrío que vaya de los pies a la cabeza. Cada autor posee una voz, sin duda, pero esa voz para ser distinguida del resto ha de tener unas características especiales, sea mediante el uso de un lenguaje brillante, una determinada temática, defensa de los valores humanos, exposición de su mundo interior o cualesquiera otra razón que pueda marcar el estilo, que es a fin de cuentas lo que distingue a uno de otros autores. En el caso que nos ocupa esta semana hallamos dos elementos fundamentales que distinguen al autor de "Entre zarzas y asfalto", Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957): el lenguaje, expresión del conocimiento y la experiencia vital, y, por otra parte, la Naturaleza, su defensa a ultranza del mundo rural, de ese universo que el progreso ha anulado en muchos casos y que López Andrada no está dispuesto a aceptar. La vida, en su conjunto, tanto la personal como la literaria en Alejandro López no puede entenderse sin la Naturaleza y su relación con ella. De tal forma que desde sus inicios y hasta la actualidad no hay página escrita por él que no muestre esa relación casi pasional del hombre con la tierra, del poeta con la Naturaleza: mirlos, acacias, chopos, olivos, viento, ruiseñores, etc, o en el recuerdo trascendido de la infancia: «Se mezclan los olores del silencio, porque el silencio siempre tiene aroma: a veces huele a fruta corrompida en las cenizas del oscurecer. 

Otras, en cambio, huele al resplandor feliz de la vainilla en las despensas secretas de la infancia». Ahora en "Entre zarzas y asfalto" ese mundo interior toma la palabra para describir las sensaciones que el poeta y escritor siente cuando opone, consecuencia de otro tiempo vivencial, lo vivido en el pueblo (zarzas, el dolor de las pérdidas) y en la ciudad (asfalto, negritud desesperanzadora). Dos mundos opuestos por naturaleza que López Andrada, con la sensibilidad que lo distingue, nos muestra con asombrosa maestría, incluso con belleza aquello que no la posee, virtud que lo asiste siempre en su ya larga trayectoria literaria. Desde la ciudad, con un tono de nostalgia sobrecogedor el campo, la tierra, los recuerdos familiares en las figuras del padre, de la madre o del abuelo, también de los amigos, se mezclan y complementan en esa visión humanista de la vida que López Andrada no abandona nunca. La ciudad de Córdoba está muy presente en este libro, tanto sus luces: «El cielo en la Mezquita es un violín. Qué paz la de los chopos sobre mi alma. Me acerco al resplandor de la Ribera, llena de cormoranes y grajillas abriendo pasadizos junto al agua, pespunteando el río con su amor», como también sus sombras, la miseria: «Voy por la ciudad como una sombra artrítica y romántica. Circundan mi silencio las farolas. En la sotana lánguida del viento un vagabundo anciano busca abrigo. En un contenedor echo mi olvido, me hundo en mí mismo y vuelvo a caminar». No sé si el autor ha sido consciente o no del hecho de que forman la estructura del libro tres parte diferenciadas: el invierno, el otoño y el verano, y sin embargo olvida la cuarta estación, la primavera, ¿quizá por ese creciente pesimismo que advertimos en su condición de hombre y de poeta ante la realidad que vive? López Andrada evita la primavera, esa estación del nacimiento, de la celebración de la luz y el color, de la vida que palpita en cada ser del universo, pero no por ello asistimos a su total desvalimiento. Aún así, aunque no haya referencia expresa a esa primavera, existe en él su esencia, sobre todo en las cosas sencillas: «Cómo no ser humilde en estos campos. Debajo, entre mis pies, desordenada, huye mi alma, en paz con las hormigas, remonta el vuelo y sube hasta el nogal donde la noche es la viuda de un pastor, el velo angélico de la sencillez». "Entre zarzas y asfalto" no es un libro más, es un libro de madurez, de la experiencia sometida a continua análisis, del dolor de lo ausente y lo presente, del amor, de la vida al fin y al cabo que relumbra en la palabra de López Andrada. El hombre y el poeta, inseparables, regresan al origen, al fuego y a la luz del aire entre los chopos, vuela hacia la altura o desciende hasta el vacío: «…qué enorme es el vacío en que me hallo mientras se alejan solas mis pisadas dentro de mí, hollando la ciudad en el silencio, abriendo en las aceras, viudas de luna, círculos de amor». El amor, siempre esperanza en la singular voz de Alejandro López Andrada.



Alejandro López Andrada. Berenice (Córdoba, 2016)

José Antonio Santano y Alejandro López Andrada.


LOS ÁNGULOS DEL CIELO

Al buen poeta –la buena poesía- se distingue por un continuo desangrarse en la palabra, su aroma impregna los sentidos hasta hacernos desfallecer de alegría o de tristeza, da lo mismo. Lo importante es ese instante mágico en el que nos adentramos en un bosque desconocido donde poco a poco el asombro surge de la palabra, de las palabras que flotan en el aire y surcan el espacio una y mil veces mil, hasta construir con ellas nuestro propio abismo o paraíso, la vida en su más pura esencia. La poesía es en sí misma deslumbramiento, misterio, vértigo, dolor, explosión de colores y risas. Es la poesía como un eco ensordecedor que se repite incansablemente. Por eso el poeta vuelve casi siempre a los orígenes, al principio de todo, porque ese es su territorio natural, y en sus brazos se refugia hasta adormecerse muy lentamente. Poesía y conocimiento para indagar en la condición humana, en la naturaleza brío de lo soñado. Solo el poeta ante la nada, hundiendo la mirada en el abismo del silencio para descubrir la ardentía de la palabra, su fuego eterno. La poesía como un eco atronador que se repite hasta la saciedad, compulsivo y tembloroso, arañando el tiempo en el espacio añil del cielo, en sus numinosos ángulos. Hasta ellos, "Los ángulos del cielo", remonta el vuelo el gran poeta corodobés Alejandro López Andrada (Villanueva de Córdoba, 1957).

 Esta nueva entrega poética de López Andrada viene a confirmar su apego a la tierra, al hogar primigenio en contacto siempre con la Naturaleza -, alejado de las grandes urbes, aunque sean ambos territorios escrutados por la mirada del poeta. El también poeta cordobés Juan Antonio Bernier -sobrino del que fuera fundador del grupo Cántico, Juan Bernier- tituló uno de sus poemas "La naturaleza es el país de la lengua", aserto de la trascendencia referencial de la Naturaleza en la poética de López Andrada, como así lo confirma también en el prólogo José Manuel Caballero Bonald, cuando dice: "La identificación de Alejandro López Andrada con la naturaleza determina una vertiente significativa de su obra general, por no decir la que más propiamente la enmarca y define". 

Y así es, la Naturaleza en estado puro, el hecho diferencial y al mismo tiempo convergente de su razón poética, de su mirada serena, el aval, la garantía cuando surgen como truenos las palabras, las que poco a poco se quedan, y anidan en el albo papel, alumbrando oscuridades o precipitándose al vacío, la cara y la cruz, el latir de la vida al desnudo. "Los ángulos del cielo" es un libro de madurez, equilibrado en su construcción, acertado en la forma y el fondo, que huele a hierba fresca y sabe a vino de bodega, explosión de los sentidos, también un viaje al corazón de la naturaleza humana, un canto grito que despierta del letargo en que vivimos, tan ajenos y lejanos. Con "Lejanías", precisamente, se inicia este periplo de idas y venidas, aglutinador de percepciones y visiones en un tiempo gris que gravita en el aire y el asfalto de las ciudades, en las cuales el hombre una sombra, un vencido más: «Ahora ya formo parte del dolor, / de la desolación / de una ciudad / que grita insomne en medio de los parques, / donde no anidan ya las golondrinas». En “Claridades”, el poeta mira hacia adentro, al fondo de sí mismo, en esa búsqueda inagotable del amor: «Dentro de mí, / el silencio escribe, a solas, / la lenta claridad de una mujer: / la única luz / que me hace amar el mundo», y en ese errar por el mundo halla una luz que le devuelve a la nostalgia, a la emoción de lo vivido, como es el caso del poema “Parque del retiro”: «…en ese azul dorado, / coloquial, de un parque de Madrid, / siento la vida, / la lejanía exacta de aquel cielo / que sólo vi en los días de mi infancia / y ahora regresa limpio…», correspondiente a la tercera parte del libro “Huecos del cielo”. Mas el poeta escribe desde su soledad de hombre y pájaro que asciende hasta las nubes, y desciende luego de descubrir de nuevo esos “Horizontes” ocultos tras la niebla de los díasen el óxido de las vías de una estación cualquiera: «Llevo en mis pies / sin rumbo el lento óxido / de los ferrocarriles, / la tristeza / del que no tiene un sitio para huir / y avanza solo y ciego en el crepúsculo». El poeta ante sí, desde “Interiores, proclama su singular concepción de lo divino, para concluir con la mirada fija en “Los ángulos del cielo”, que cierra el libro, en un prodigioso “Contraluz” que devuelve al poeta a los orígenes, a la tierra madre:«Al contraluz del cielo, veo los chopos […] mi tierra, mi memoria, esa orfandad / de espacio / donde escribo lo que soy, / lo que seré mañana y lo que he sido». Este libro, de bella y cuidada edición, viene a confirmar, una vez más, la excelencia lírica de Alejandro López Andrada, su sólida trayectoria, situándolo en un lugar destacado del panorama poético español.


Título: Los ángulos del cielo
Autores: Alejandro López Andrada
Editorial: Valparaíso (Granada, 2014)

José Antonio Santano. Alejandro López de Andrada

columna para Diario de Almería por José Antonio Santano 

LOS ÁLAMOS DE CRISTO

De una u otra manera el escritor siempre busca un lugar mítico, ese espacio mágico, el territorio en el que la palabra es como el vuelo de los pájaros, la luz que nunca se apaga, su universo. El escritor vive para crear ese universo. Es el caso de muchos, pero en algunos digamos que prevalece esa idea de imaginar el territorio deseado. Pienso ahora en Miguel Delibes, por ejemplo, que recupera para la literatura el mundo rural de la Castilla profunda, mostrándonos así el modo de vida de quienes viven en los pueblos, alejados de las grandes ciudades; también en Luis Mateo Diez y su singular territorio de Celama, hallamos algunas de las claves de su novelística. 

El hombre a solas con su destino, el escritor frente a frente con lo imaginario o irreal. Esto mismo sucede, desde hace décadas, con el escritor y poeta Alejandro López Andrada que, abrasado a la tierra madre, a su Valle de los Pedroches, el más sagrado de los lugares, conforma un mundo propio en el cual los seres humanos cohabitan en sencilla armonía con la Naturaleza. Es la tierra de amarillos otoño y sus silencios los que llenan el corazón de López Andrada. Son los aromas del invierno en las dehesas, la niebla espesa del bosque, la primavera en los ríos y las flores, o el lento caminar entre los álamos y eucaliptos al albur de la palabra amiga que siempre le acompañó por el Valle. Los álamos de Cristo retrata la vida rural de la posguerra, a través de la palabra del cura del pueblo (Francisco Vigara), figura clave de esta particular narración. 

Los álamos de Cristo


Es el pueblo y sus gentes en la voz del sacerdote quienes ocupan el espacio del tiempo: «La vida era entonces un camino siempre abierto que, al salir de mi pueblo, daba al horizonte, a un espacio de luz que latía allá, en lo hondo, donde el azul se fundía con la tierra. Nunca podré olvidarme de esa estampa. Para mí sigue siendo, después de tantos años, la imagen más pura y fiel de la inocencia…». Al igual que Delibes y Mateo Díez, López Andrada es un gran conocedor de la historia de los pueblos, de su abandono y olvido, de sus soledades, pero también de su sabiduría, un saber profundo y enraizado en los hombres humildes que habitan los silencios del Valle. Los álamos de Cristo representa el camino iniciado –descrito en líneas anteriores- por el autor y lo vivido junto al sacerdote que tanto influirá en su propia concepción del mundo. 

El diálogo que entablan ambos irá descubriendo al lector los acontecimientos fundamentales de los años posteriores a la guerra civil. La infancia es el territorio de la inocencia y la libertad por excelencia, y por este motivo tal vez, o quizá por otros menos evidentes, el narrador-autor se desnuda como lo hacen los árboles llegado el otoño, y se deja llevar por un viento de luz y plenitud absolutas. El narrador no puede olvidar su condición de poeta, y así hallamos pasajes de una belleza y lirismo extraordinario: «El reloj de pared da un tenue campanada y el silencio se quiebra como un cántaro de luz, dejando un eco musgoso y afelpado en el corazón cansado de los muebles y en la pared pequeña, familiar, que parece observarnos desde su alma silenciosa (porque las paredes, algunas, tienen alma) a través de los ojos de las fotografías y los rostros ya muertos que habitan los retratos donde sigue atrapado un aire melancólico, el rumor sosegado de mi niñez dormida». López Andrada es ese gran poeta que mira hacia fuera, aunque en la forma de expresarlo pese más esa espiritualidad lírica de la palabra, sin olvidarnos de su más íntima religiosidad, de su idea cristiana del hombre, de la práctica de amar al prójimo por encima de todas las cosas. 

Porque López Andrada, en el fondo de su corazón sigue siendo el niño que conversaba con el cura del pueblo, y que podríamos resumir, sin temor a equivocarnos en este pasaje del libro: «He envejecido por fuera, tengo arrugas y lánguidas cicatrices por el rostro, incluso mi cuerpo se ha deteriorado y ha perdido su antigua frescura juvenil; sin embargo aún me habita, imborrable, la inocencia y siento correr por las calles de mi espíritu a un chaval muy pequeño con los ojos taladrados por el rumor de una tarde de oro y lluvia donde vigilan los álamos de Cristo». Alejandro López Andrada, sin duda, la voz mágica y sonora del Valle de los Pedroches.

Título: Los álamos de Cristo
Autor: Alejandro López Andrada
Edita: Trifaldi (Madrid, 2014)