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LA VOZ AUSENTE DE JOSÉ ANTONIO SANTANO por F. MORALES LOMAS.


F. MORALES LOMAS


Desde hace muchos años conozco la poesía de José Antonio Santano y su prosa poética. Cuando hace ya trece años me eligieron presidente de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios, tuve la oportunidad de entregar a José Antonio Santano, en el Museo Picasso de Málaga, el premio de la Crítica Ópera Prima por su obra Trasmar. Entonces destacaba en Trasmar los apósitos en la memoria envueltos en la nebulosa lírica, su lenguaje reflexivo y su sinceridad bucólica. En La voz ausente está presente esa voz que persigue el pasado y lo reconstruye, recompone o remienda, a través de la fortaleza del corazón y sus penurias. La recuperación siempre es un ejercicio extraordinariamente complejo y, a veces, doloroso (como sucede aquí) para el que trata de redimirse de algo. Son paisajes para la exoneración, para la redención, para la emancipación y la reconquista del ser, incluso en algunos casos ajustes pendientes con la memoria, con uno mismo, con ese espejo en el que nos miramos, como recuerda Muñoz Quirós en el prólogo y La carta al padre de Kafka.
La voz ausente lo es. Un contemplarse en el silencio, un contemplarse en el infierno. Decía Sartre que l´enfer son les autres. Aquí no. El título ya anuncia esa voz recuperada, la casa, la luz que necesita su presencia, el espacio de la tristeza y el encuentro con la muerte para resucitar cadáveres, espacios, singladuras, el tañer de las campanas, el tiempo entre los sueños, el padre, esa enorme ausencia, y siempre un paraíso extrañado, transitado, hecho origen a la espera de que el poeta acabe por cincelar sobre la lápida las palabras de amor que siempre quiso escribir. Hay mucho de elegía, de autocompasión, de camino recorrido y tiempo vivido en el que se mezclan sensaciones antitéticas y desoladores encuentros. Como elegía que transcurre por el camino de la ausencia, se puede permitir encontrar la vida en la muerte, siguiendo el verso de Antonio Enrique, y alcanzar la voz de esa casa muda, el encuentro con un tiempo recobrado, À la recherche du temps perdu que dijera Proust.



En un lenguaje endecasilábico con un tono altisonante que logra aunar metafóricas esencias de singular fuerza neoexpresionista, Santano avanza por los años, por la amargura “triste entre los álamos “, confrontando esencias, la del padre, la suya, acercando posturas y tratando de recuperar esa mirada “ausente”.
En muchas ocasiones, la historia puede ser revisada desde la mentira. No olvidemos que la literatura es ficción bien escrita, quimera, disimulo, apariencia que nos hace soñar o llorar, sentir que nuestro tiempo no ha sido inútil. Una mentira que es verdad, como decía aquel personaje del poema de Ángel González. El que lee lo entiende como verdadero, como auténtico, como construido desde la esencia, desde la raíz, aunque todo sea palabra en el tiempo.
Y esa herida está ahí, lo habita todo, lo construye todo. Es real: “Sangra por la boca y no es olvido”. Hay una dolorosa incomprensión. Una bajada al infierno para saber si este tiene alguna dilucidación, algún argumento que ofrecernos para calmar nuestro tormento. El poeta la necesita tanto como aquel niño que “ansiaba ver al padre de regreso”. Una poesía que en su dolencia estalla y nace también para la esperanza, porque se está limpiando la herida, se usa el alcohol de los días, el alcohol de la ausencia y el “betadine” de la lírica, de la palabra escrita, que es como un reclamo, como un acto medicinal y vicario. El poema se convierte en una povidona yodada capaz de luchar y vencer los microorganismos y bacterias de la memoria: “¡Qué accesible la herida todavía/ qué dolor tan profundo, qué martirio/ haberte amado solo en la auroras,/ de nuevo ya perdido en los placeres/ del cuerpo y las decrépitas tabernas!”.
Poesía confesional donde las antítesis se conforman en su dureza (“Confieso que te odié luego de amarte”) y no hay calma ni remanso en el que solazarse como no sea en la palabra en sí, que al brotar rauda y sincera enciende el poema de dolorosa solemnidad. Pero no quiere dejarlo todo en el lodazal de la historia, y la esperanza surge. El tiempo parece corregirlo todo y el poeta quiere “creer que aún no es tarde”. Un regreso al origen que es como un encuentro con el abismo y el silencio, la grisura de lo perecedero, el anticlímax de lo desolador mientras en el epitafio de los dos poemas finales surge un recuerdo de Hernández y Ramón Sijé en ese “hundiré mis manos en la tierra para poblar su vientre de versos y palabras”.
En definitiva, una lírica poderosa, sentenciosa, sublime para el corazón y también “cura domine” para el espíritu, espacio para aliviar el sentimiento y los restos del naufragio de la vida.